El completista
Ray Bradbury
Fue en un barco en mitad del Atlántico y en pleno verano de 1948 cuando conocimos al completista, así era como se hacía llamar él.
Se trataba de un abogado de Schenectady bien vestido que insistió en invitarnos a las bebidas cuando nos encontramos por accidente antes de la cena. Después se aseguró de que nos sentábamos a cenar con él en vez de en la mesa en que lo hacíamos habitualmente.
Habló y siguió hablando durante la cena, contando historias maravillosas, chistes excelentes. Lo rodeaba un aire simpático, cordial, cosmopolita e inteligente.
En ningún momento nos permitió hablar, pero mi esposa y yo estábamos entretenidos, intrigados y dispuestos a permanecer en silencio a cambio de que aquel hombre tan ameno describiera el mundo por el que había viajado, de continente en continente, de país en país y de ciudad en ciudad, coleccionando libros, dando forma a bibliotecas y contentando su alma.
Nos explicó que había oído hablar de una colección fabulosa en Praga y que había pasado casi un mes entero cruzando el mundo en barco y en tren para encontrar y hacerse con ella y llevarla a su enorme casa de Schenectady.
Había estado en París, en Roma, en Londres y en Moscú, y había enviado a su hogar decenas de miles de excepcionales volúmenes, que se podía permitir gracias a que ejercía la abogacía.
Cuando hablaba de todo aquello, sus ojos relucían y su rostro se bañaba de un color que ningún licor es capaz de inducir.
No resultaba jactancioso aquel abogado, sencillamente, describía una carta, un mapa de lugares, situaciones y momentos, igual que lo haría un cartógrafo, como si no pudiera evitarlo.
Mientras hacía esto no pidió comida alguna que pudiera distraer su atención. Ni miró prácticamente la inmensa ensalada que tenía delante y se limitaba a deglutir a toda prisa una tenedorada de vez en cuando y a seguir a toda prisa con la descripción de lugares y colecciones de todo el mundo.
Cada vez que mi esposa y yo intentábamos meter baza en sus exclamaciones, nos apuntaba con el tenedor y cerraba los ojos para silenciarnos mientras su boca empezaba a proclamar otra maravilla.
—¿Conocen ustedes la obra de sir John Soane, el gran arquitecto británico? —nos preguntó.
Antes de que nos diera tiempo a responder, siguió él.
—Reconstruyó todo Londres en su cabeza y en los dibujos que hizo el señor Ginty, un artista amigo suyo, de acuerdo con las especificaciones del primero. Algunos de sus sueños de Londres se construyeron y otros también se construyeron, pero acabaron destruidos y otros nunca pasaron de ser producto de su increíble imaginación.
»Yo he dado con alguno de esos sueños y he trabajado con los nietos de sus ingenieros arquitectónicos para construir en mi mansión lo que se podría considerar una universidad de los obstáculos, como los de una carrera. De edificio a edificio, en mi gran finca de las afueras de Schenectady, he dispuesto magníficos faros de educación.
»Paseando por mis praderas, o mejor aún… ¡y qué romántico!… visitándolas a caballo, de campo en campo, llegas a la mayor biblioteca de conocimientos médicos del mundo. Lo digo porque di con esta biblioteca en Yorkshire, compré sus diez mil volúmenes y los envié a casa para que estuvieran bien vigilados, bajo mis atentos cuidados. Grandes médicos y cirujanos vienen a visitarme y se alojan en la biblioteca durante días, semanas ¡e incluso meses!
»Además, en otras zonas de mi finca están las pequeñas bibliotecas-faro con las mejores novelas de todos y cada uno de los países del mundo.
»Y, más allá todavía, un entorno italiano que habría hecho que Bernard Berenson, el gran historiador de arte del Renacimiento italiano, se muriera de envidia.
»Mi mansión, esta universidad, consiste en una serie de edificios diseminados por cuarenta hectáreas de las que no tendrías por qué salir ¡en la vida!
»Los fines de semana, por costumbre, recibo a directores de universidad, catedráticos y demás, ya sea de Praga, Florencia, Glasgow o Vancouver, que vienen para disfrutar de los menús de mi jefe de cocina, de mis vinos y de mis libros.
Siguió describiendo el cuero en el que estaban encuadernados muchos de los libros, la calidad superior de la encuadernación en sí, el papel utilizado y los tipos de letra.
Además, describía lo maravilloso que era que pudieras visitar sus centros de conocimiento multitudinarios y caminar por las praderas y sentarte y leer en un entorno que era propicio al vasto aprendizaje.
—Pues sí. Ahora voy camino de París, donde tomaré un tren en dirección sur y un barco para cruzar el Canal de Suez y llegar a la India, a Hong Kong y a Tokio. Otros veinte mil volúmenes de historia del arte, filosofía y viajes que me esperan en estos lugares remotos. Me siento como un colegial, estoy nervioso, esperando el mañana, esperando el momento en que le ponga las manos encima a esos tesoros.
Por fin pareció que nuestro amigo el abogado hubiera acabado.
La ensalada había desaparecido, de los postres habíamos dado buena cuenta y nos habíamos bebido todo el vino.
Se nos quedó mirando, como si se preguntase si teníamos algo que decir. De hecho, era mucha la información que nos había dado y esperábamos nuestra oportunidad de hablar. Sin embargo, antes de que pudiéramos abrir la boca, el abogado llamó al camarero y pidió tres brandis dobles. Mi esposa y yo objetamos, pero él nos impidió hablar moviendo la mano. Nos sirvieron los brandis.
El abogado se levantó, estudió la cuenta, la pagó y se quedó de pie un buen rato, mientras iba quedándose pálido.
—Hay una última cosa que me gustaría saber —soltó por fin.
Cerró los ojos un momento y, cuando los abrió, la luz había desaparecido de ellos y parecía como si estuviera mirando un lugar que se encontrara a miles de kilómetros, en su imaginación.
Agarró su brandi doble, lo sostuvo un rato en la mano y nos dijo:
—Explíquenme una última cosa.
Hizo una pausa antes de continuar.
—¿Por qué mi hijo, con treinta y cinco años, asesinó a su esposa, destruyó luego a su hija y, para acabar, se ahorcó?
Acto seguido, apuró el brandi, dio media vuelta y, sin decir nada más, se marchó del comedor del barco.
Mi esposa y yo nos quedamos allí sentados largo rato, con los ojos cerrados, y entonces, sin pensarlo, adelantamos la mano hasta el brandi que nos estaba esperando en la mesa.
