Cuentos cortos - Ray Bradbury

Todos mis enemigos están muertos – RAY BRADBURY (Texto completo)

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Todos mis enemigos están muertos
Ray Bradbury

Allí estaba la esquela, en la página siete: «Timothy Sullivan. Genio de los ordenadores. 77. Cáncer. Funeral privado. Entierro en Sacramento».

—¡Ay, por Dios! —exclamó Walter Gripp—. ¡Y ya está…! ¡Fin! ¡Se acabó!

—¿Qué se ha acabado? —le pregunté.

—De qué sirve vivir. Lee —dijo acercándome el periódico por la esquela.

—¿Y?

—Todos mis enemigos han muerto.

—¡Aleluya! —exclamé echándome a reír—. Llevas esperando mucho tiempo a que ese hijo de puta…

—Cabrón.

—Cabrón, sí… a que ese cabrón la diñara. ¡Alégrate!

—¿Que me alegre? ¡Y una mierda! Ahora… ahora no tengo razones para vivir.

—¿Y eso?

—No lo entiendes. Tim Sullivan era un hijoputa de campeonato. Lo odiaba con toda mi sangre, mis tripas, mi ser…

—¿Y?

—No me estás prestando atención, está claro. Ahora que ha muerto… la luz se ha apagado.

Walter se puso pálido.

—¿Qué luz, no me jodas?

—¡El fuego, coño!, en mi pecho, en mi corazón, en mis ganglios. Ardía por él. Él hacía que yo siguiera adelante. Todas las noches me acostaba feliz porque tenía alguien a quien odiar. Me despertaba por las mañanas animado por desayunar mi necesidad, mi necesidad de matarlo una y otra vez entre la comida y la cena… pero ahora… ¡ahora lo ha estropeado todo! ¡Ha apagado la llama!

—¿Eso te ha hecho? Su último acto… ¡ha consistido en provocarte con su muerte!

—Se podría decir que sí.

—¡Sí, es que acabo de decirlo!

—Venga, llévame a la cama, que quiero recaer en mi necesidad.

—No seas gilipollas. Siéntate y bebe tu ginebra. ¿Qué haces?

—Lo que ves: acostarme. Esta podría ser la última vez que lo haga.

—¡Venga, no digas tonterías!

—La muerte es una tontería, un insulto… un truco barato eso de morirse antes que yo.

—Así que lo ha hecho a propósito.

—Conociéndolo, no lo descartaría. ¡Él era así! Llama al depósito de cadáveres, enséñame una serie de lápidas. La piedra nada más, nada de ángeles. ¿Adónde vas?

—Afuera. Necesito aire fresco.

—¡Podría haber muerto para cuando vuelvas!

—¡Tú espera, que necesito hablar con alguien cuerdo!

—¿Con quién?

—¡Conmigo mismo!

Salí y me quedé al sol.

«Esto no puede estar sucediendo», pensé.

«¿Que no?» —me respondí—. «¡Claro que está sucediendo!».

«Aún no. ¿Qué vamos a hacer?».

«A mí no me preguntes —me contestó mi otro yo—, pero, como muera él, morimos nosotros. Si se acaba el trabajo… se acaba la pasta. Hablemos de otra cosa. ¿Es esa su libreta de direcciones?».

«Es su libreta de direcciones».

«Busca. Tiene que quedar alguien vivo».

«Vale». Y busqué. Busqué en las aes, en las bes y en las ces… ¡Todos muertos! Miré en las des, en las es, en las efes y en las ges.

«¡Todos muertos!».

Cerré la libreta de golpe, como la tapa de un ataúd.

Tenía razón: sus amigos, sus enemigos… Aquel era un libro de muertos.

«Qué bonito. ¿Por qué no lo escribes?».

«¡Bonito… por Dios! ¡Piensa algo!».

«Espera… ¿Cómo hace que me sienta ahora mismo todo esto? ¡Eso es! ¡Date prisa! ¡Adentro!».

Abrí la puerta y asomé la cabeza.

—¿Aún te estás muriendo?

—¿A ti qué te parece?

—Qué cabezota eres.

Entré, me acerqué a él y permanecí a su lado cuan alto era.

—¿Mejor de cerca? —me preguntó.

—No, cabezota. Mezquino. Espera, que te escupo.

—Espero, pero date prisa, que me muero.

—¡No caerá esa breva! Escúchame.

—No te acerques tanto, que noto tu aliento.

—No tengo intención de hacerte el boca a boca, solo de hacer una comprobación. ¡Escucha, coño!

Walter parpadeó.

—¿Es ese mi viejo amigote, mi colega? —preguntó mientras una sombra le cruzaba el rostro.

—No, no es tu viejo amigote, no es tu colega.

Walter sonrió abiertamente.

—¡Claro que eres tú, viejo amigo!

—Como casi estás muerto, es momento de que me confiese.

—Yo debería ser el primero en confesarse.

—¡No, yo!

Walter cerró los ojos y se mantuvo a la espera.

—Venga, pues di —acabó por decir.

—¿Recuerdas aquel dinero que te faltó en el 69 y que pensaste que Sam Willis se lo había llevado a México?

—Sí, claro que fue Sam.

—Pues no… fui yo.

—¿Cómo dices?

—Que fui yo. Yo te lo quité. Sam se largó con una jovencita. Yo te robé la pasta y le eché la culpa a él. ¡Fui yo!

—No es para tanto. Te perdono.

—Espera, espera, que hay más.

—Espero —dijo riéndose por lo bajo.

—¿Te acuerdas del baile de graduación del instituto, en el 58?

—Menuda noche aciaga… Conseguí a Dica-Ann Frisbie, pero quería a Mary-Jane Caruso.

—Y podrías haberla tenido… pero le conté que eras un donjuán y le hice un listado de tus conquistas.

—¿Que hiciste qué? —Walter abrió los ojos como platos—. Por eso se enrolló contigo esa noche…

—Pues sí.

Walter se quedó mirándome fijamente un rato. Luego, apartó la vista.

—Bueno —empezó a decir—, eso es agua pasada. ¿Has acabado?

—Ni mucho menos.

—¡Joooder! Esto se pone interesante. Venga, sigue.

Walter le pegó un puñetazo a la almohada y apoyó un codo en ella para incorporarse.

—Lo de Henrietta Jordan.

—¡Dios, Henrietta! ¡Qué belleza! ¡Qué gran verano!

—Fui yo quien le puso fin a tan dichoso verano.

—¿A qué te refieres?

—Te dejó, ¿no? Te vino con que su madre se estaba muriendo y con que quería pasar tiempo con ella, ¿verdad?

—¿También te liaste con Henrietta?

—En efecto. Siguiente: ¿recuerdas cuando te empujé a que vendieras las Ironworks a pesar de que dieran pérdidas? A la semana siguiente las compré yo, cuando empezaban a subir.

—Bueno, no es para tanto —dijo Walter tragando saliva.

Seguí.

—Siguiente: en Barcelona, en el 69, te dije que tenía migraña y me fui pronto a la cama… ¡pero con Christina López!

—A menudo me he preguntado por ella.

—No levantes la voz.

—¿La estoy levantando?

—Y con tu esposa… jugaba a pillar.

—¿A pillar?

—Una… dos… ¡mil veces! ¡A pillar!

—¡Un momento…! —interrumpió Walter echándose para atrás asiendo la sábana con fuerza.

—Y atiende… mientras estabas en Panamá, ¡Abbey y yo nos divertíamos de lo lindo!

—Me habría enterado.

—¡Qué se van a enterar los maridos! ¿Recuerdas su viaje vitícola por la Provenza?

—Sí…

—Pues de viaje nada. ¡Estaba en París, bebiendo champán en mis zapatos de golf!

—¿En tus zapatos de golf?

—¡París era nuestro hoyo diecinueve! ¡El campeonato del mundo! ¡Y luego a Marruecos!

—¡Pero si no fue!

—¡Claro que fue! ¡Y a Roma! Y ¿sabes quién era su guía turístico? ¡Y en Tokio! ¡Y en Estocolmo!

—¡Pero si sus padres eran suecos!

—¡Pues yo le entregué el Premio Nobel! ¡Y Bruselas, Moscú, Shanghái, Boston, el Cairo, Oslo, Denver, Dayton!

—¡Para, por Dios! ¡Para de una vez!

Paré y, como en las películas antiguas, me acerqué a la ventana y encendí un cigarrillo.

Oía a Walter llorando. Me volví y me fijé en que se había girado y en que las lágrimas le corrían por la nariz y caían al suelo.

—Eres un hijo de puta… —dijo resollando.

—Lo soy.

—¡Un cabrón!

—También.

—¡Monstruo!

—Sí.

—Mejor amigo… ¡te voy a matar!

—¡Primero tendrás que atraparme!

—¡Y despertaré al día siguiente y volveré a matarte!

—¿Qué estás haciendo?

—¡Pues salir de la cama, no te jode! ¡Ven aquí!

—Ni loco —abrí la puerta y miré afuera—. Adiós.

—¡Te mataré aunque me lleve años!

—¡Ja! ¡Mira lo que dice: «años»!

—¡Aunque tarde una eternidad!

—Una eternidad… ¡qué gracia! ¡Hasta la vista, tenista!

—¡Quieto ahí, me cago en…! —Walter se lanzó hacia delante—. ¡Hijo de puta!

—Eso es.

—¡Cabrón!

—¡Aleluya! ¡Feliz Año Nuevo!

—¿Qué?

—¡Salud! ¡Chinchín! ¿Qué fui yo en su día?

—¡Un amigo!

—¡Eso mismo!

Me reí como se ríe un físico, un doctor, un médico.

—¡Cabronazo! —me insultó Walter.

—¡Que sí, que sí! ¡Que sí!

Salí por la puerta y la cerré de golpe.


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