Ray Bradbury

Crisálida – RAY BRADBURY (Texto completo)

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Crisálida
Ray Bradbury

Bien pasada la medianoche, se levantaba y miraba las botellitas, recién salidas de sus cajas, y adelantaba la mano para tocarlas y encendía una cerilla para leer aquellas etiquetas blancas mientras su familia dormía en la habitación de al lado sin ser consciente de aquello. En la falda de la colina en la que se encontraba su casa y mientras recitaba para sí los mágicos nombres de las lociones, oía las olas batir las rocas y la arena. Su lengua pronunciaba los nombres con facilidad: Aceite blanco de Menfis, Garantizado, Loción calmante Tennessee… Jabón Blanco Hueso de Higgen… Los nombres eran como el sol que se lleva la oscuridad, como lino en lejía. Les quitaba el corcho y las olía, y se echaba un poco en las manos y se las frotaba, y las ponía a la luz de la cerilla para ver cuánto tardaba en tenerlas como blancos guantes de algodón. Como no sucedía nada, se consolaba pensando que quizás se volvieran así la siguiente noche, o la siguiente. De vuelta en la cama, se quedaba mirando las botellitas en sus estantes, como gigantescos escarabajos verdes de cristal por encima de él, destellando bajo la débil luz de las farolas.

—¿Por qué hago esto? —pensó—. ¿Por qué?

—¿Walter?

Era su madre, que lo llamaba suavemente desde lejos.

—¿Sí, mamá?

—¿Estás despierto?

—Sí, mamá.

—Pues venga, a dormir.


Por la mañana bajó para ver por primera vez de cerca el mar constante. Le maravillaba, porque nunca lo había visto. Provenían de un pueblecito de Alabama, todo polvo y calor, con los riachuelos secos (apenas pozos de barro), sin un río o un lago cerca, a menos que viajases, y aquel era el primer viaje que hacían, llegar a California en un Ford abollado, cantando por lo bajo por el camino. Justo antes de que empezara el viaje, Walter se había gastado un año de ahorros en un pedido de aquellas doce botellitas de lociones mágicas que habían llegado justo el día antes de que partieran. Había tenido que guardarlas en cajas de cartón y transportarlas por las praderas y los desiertos de los diferentes estados, probando esta o aquella en secreto en las chabolas en las que se habían alojado por el camino o en los cuartos de baño en los que habían parado. Se había sentado delante en el coche, con la cabeza apoyada en el reposacabezas, con los ojos cerrados, tomando el sol, con lociones en la cara, esperando a ser tan blanco como una de esas piedras completamente blancas.

—Ya empieza a notarse —se decía cada noche—. Un poquito.

—Walter, ¿qué es ese olor? —le preguntaba su madre—. ¿Qué te has puesto?

—Nada, mamá. Nada.

¿Nada? Caminaba por la arena, se detuvo junto a las aguas verdes y sacó una botellita del bolsillo, la abrió y dejó caer una hebra de un fluido blanquecino en la palma. Acto seguido, se lo frotó por la cara y por los brazos. Se quedaría como un cuervo, quieto todo el día junto al mar, y dejaría que el sol quemara su oscuridad. Quizás podría internarse en las olas y dejar que lo azotaran, igual que una lavadora golpea una y otra vez un trapo oscuro, y que lo escupieran después sobre la arena y él tomase aire como pudiera mientras se secaba al sol, mientras se asaba, hasta que yaciera allí como el delgado esqueleto de alguna antigua bestia, del color de la tiza, fresco y limpio.

«Garantizado» decían las letras en rojo de la botellita. La palabra se le presentaba como una llama en la cabeza. ¡Garantizado!

—¡Walter, ¿qué te ha pasado?! —le preguntaría su madre estupefacta—. ¿Eres tú, hijo? ¡Pero… si eres blanco como la leche! ¡Eres como la nieve!

Hacía calor. Walter se acercó al entablado y se quitó los zapatos. Por detrás de él, un puesto de perritos calientes le enviaba el rielar del aire frito, un aire con olor a cebolla, a panecillos y a salchichas de Fráncfort. Un hombre con granos en la cara y gesto de pocos amigos miró a Walter y Walter lo saludó asintiendo, tímido, y miró hacia otro lado. Un momento después, oyó cómo se cerraba de golpe una puertecita y unos pasos que se acercaban con decisión. El hombre, que llevaba un sombrero de cocinero de color gris y lleno de grasa, se quedó mirándolo. En la mano llevaba una espátula plateada.

—Será mejor que te vayas —le dijo.

—Disculpe, señor, ¿cómo dice?

—Digo que la playa de los negros está por allí —dijo el hombre señalando con la cabeza pero sin dejar de mirar a Walter—. No quiero verte por aquí, delante de mi puesto.

Walter parpadeó. Estaba muy sorprendido.

—Pero si esto es California… —respondió.

—¿Te vas a poner chulo conmigo?

—No, señor… tan solo decía que esto no es el sur, señor.

—El sur está donde yo esté —le respondió el hombre antes de volver a su puesto de perritos calientes y poner de malos modos unas hamburguesas en la parrilla y aplastarlas con la espátula sin dejar de mirar a Walter.

Walter volvió su largo cuerpo con agilidad y se encaminó hacia el norte. Al observar el subir y el bajar de las olas sobre la arena, recordó lo maravilloso que era aquel lugar y volvió a sentir la curiosidad que le suscitaba. Al final del entablado se detuvo y forzó la vista.

En las blancas arenas había un joven blanco, tumbado, sin hacer nada, quieto.

En los grandes ojos de Walter destelló la luz de la confusión. Los blancos eran raros, pero este tenía todas las rarezas de unos y otros al mismo tiempo. Walter apoyó uno de sus marrones pies encima del otro y siguió mirando al blanco. Daba la sensación de que el chico estuviera esperando a alguien, allí, en la arena.

El chico se miraba los brazos con el ceño fruncido, se los tocaba, miraba por encima del hombro, como intentando verse la espalda, se miraba luego el vientre y las piernas, firmes y limpios.

Walter bajó del entablado, incómodo. Con sumo cuidado, caminó por la arena y se detuvo, nervioso, junto al chico pasándose la lengua por los labios, dándole sombra.

El chico estaba despatarrado, como una marioneta sin cuerdas, relajado. La larga sombra cruzó sus manos y el chico levantó la vista y miró a Walter como si nada y apartó la mirada. Al instante volvió a mirarlo.

Walter se acercó un poco más, sonrió tímidamente y volvió la vista a uno y otro lado, como si el chico estuviera mirando a otra persona.

El chico sonrió y saludó a Walter:

—Hola.

Walter respondió con voz queda:

—Hola.

—¡Un día magnífico, ¿eh?!

—Magnífico, sí —respondió Walter sonriendo, pero no se movió. Se quedó de pie, con sus largos y delicados dedos a los lados, dejando que el viento peinara sus oscuros y económicos mechones de pelo.

De pronto, el chico dijo:

—¡Pero túmbate!

—Gracias —respondió Walter, y obedeció de inmediato.

El chico miró en todas direcciones.

—Hoy no ha venido mucha gente.

—Se acaba la temporada —comentó Walter con cautela.

—Sí, la universidad empezó hace una semana.

Una pausa.

—¿Estás graduado? —le preguntó Walter.

—Sí, me he graduado este junio. Llevo todo el verano trabajando y no he podido venir mucho a la playa.

—E intentas recuperar el tiempo perdido.

—¡Eso es! Aunque no sé si voy a ponerme muy moreno en dos semanas. El 1 de octubre me voy a Chicago.

—¡Ah! —respondió Walter mientras asentía—. Te he visto aquí todos los días y me preguntaba qué hacías.

El chico suspiró y cruzó los brazos por detrás de la cabeza, como si acabara de ponerse un lazo.

—Es que no hay nada como la playa. Por cierto, ¿cómo te llamas? Yo soy Bill.

—Yo soy Walter. Encantado, Bill.

—Encantado, Walt.

Se les acercó una ola, despacio, brillando.

—Así que te gusta la playa —comentó Walter.

—¡Mucho! ¡Deberías haberme visto el verano pasado!

—¡Seguro que te quemaste!

—¡Qué va! Yo nunca me quemo. Lo que hago es ponerme cada vez más negro. ¡Me pongo tan negro como un ne…! —el chico dudó y se quedó callado. Se puso colorado—. Me pongo muy moreno —acabó diciendo sin mirar a Walter, avergonzado.

Para demostrarle que no se había molestado, Walter soltó una risita —un poco tristona quizás— y sacudió la cabeza.

Bill lo miró extrañado.

—¿Qué es lo que te hace gracia?

—Nada —respondió Walter al tiempo que miraba los largos y pálidos brazos del chico, su abdomen y sus piernas blancas—. Nada en absoluto.

Bill se estiró como un gato para captar mejor el sol, para permitir que este lo alcanzara en todos y cada uno de sus relajados huesos.

—Quítate la camisa, Walt. Toma un baño de sol.

—No, no puedo.

—¿Por qué?

—Porque me pondría moreno.

—¡Ja! —exclamó Bill antes de llevarse la mano a la boca a toda prisa para no seguir riendo. Bajó la mirada, pero volvió a subirla—. Perdona… pensaba que estabas de broma.

Walter inclinó la cabeza y parpadeó. Tenía las pestañas larguísimas y preciosas.

—Tranquilo, ya imagino que es eso lo que has pensado.

De pronto, la expresión de Bill cambió y parecía que viera a Walter por primera vez. Tremendamente cohibido, Walter escondió sus pies desnudos debajo de las nalgas porque, de pronto, había caído en la cuenta de hasta qué punto parecían botas de goma. Unas botas de goma oscuras que llevaba para protegerse de una tormenta que nunca acababa de llegar.

Bill estaba confundido:

—Nunca había pensado en ello. No lo sabía.

—Pues claro. Lo único que tengo que hacer es quitarme la camisa y ¡bum!, empezarán a salirme ampollas. A nosotros también nos quema el sol.

—¡Me cago en…! ¡Me cago en la…! Debería haberlo sabido. Supongo que nunca nos paramos a pensar en ese tipo de cosas.

Walter tomó arena y se la fue pasando de una mano a la otra.

—No, no os paráis a pensarlo —dijo poniéndose en pie—. Bueno, será mejor que vuelva al hotel. Tengo que ayudar a mi madre en la cocina.

—¡Ya nos veremos, Walt!

—Pues claro. Mañana. Y pasado.

—¡Genial! ¡Hasta mañana!

Walter se despidió de Bill con la mano y subió la colina con cierta prisa. Una vez arriba, miró hacia atrás. Bill seguía tumbado en la arena, como esperando algo.

Walter se mordió el labio, sacudió las manos y exclamó en voz alta:

—¡Vaya… ese chico está loco!


Cuando Walter era pequeño, había intentado dar la vuelta a la situación. El profesor, en el colegio, había señalado la fotografía de un pez y les había dicho:

«Fijaos en lo descolorido y blanquecino que es este pez. Se debe a que los suyos llevan generaciones nadando en lo más profundo de la Cueva del Mamut. Es ciego y no necesita órganos de la vista porque…».

Esa misma tarde, hacía años, Walter había vuelto a casa a todo correr y, ansioso, se había escondido en el ático del señor Hampden, el portero. Afuera, el sol de Alabama caía con fuerza. Allí, en aquella oscuridad, como suspendido, Walter permaneció acuclillado, escuchando el tamborileo de su corazón. Un ratón avanzó a toda prisa por entre las tablas polvorientas.

Lo tenía todo pensado. Un blanco que trabajaba al sol se ponía negro. Así, ¡sin duda!, un negro que se escondiera en la oscuridad se volvería blanco. Era lógico, ¿no? Si pasaba lo uno, tenía que pasar también lo otro, ¿no?

Se quedó en el ático hasta que el hambre le hizo bajar.

Era de noche. Brillaban las estrellas.

Se miró las manos.

Seguían siendo marrones.

¡Habría que esperar hasta la mañana! ¡Aquello no contaba! ¡No, señor, por la noche era imposible ver el cambio! ¡Tenía que esperar! ¡Tenía que esperar! Contuvo el aliento y bajó corriendo el resto de las escaleras de la vieja casa. Se apresuró a entrar en la cabaña de su madre, en la arboleda, y se metió a hurtadillas en la cama con las manos en los bolsillos y los ojos cerrados. No dejaba de darle vueltas a la cabeza mientras esperaba el sueño.

Por la mañana, cuando despertó, se dio cuenta de que estaba encerrado en una jaula de luz que entraba por la única ventana de la cabaña.

Tenía los brazos y las manos, oscuros, sobre el harapiento edredón. No habían sufrido cambio alguno.

Dejó escapar un largo suspiro y enterró la cara en la almohada. Walter se acercaba al entablado cada tarde, siempre con cuidado de rodear el puesto de perritos calientes.

El muchacho consideraba que estaba aconteciendo algo grande. Un gran cambio. Una progresión. Observar los detalles de aquel verano moribundo le daba mucho en lo que pensar. Intentaría entender el verano hasta que tocara a su fin, que el otoño llegaba ya como una ola gigantesca detenida justo encima de él, lista para caerle encima.

Bill y Walter hablaban a diario, y las tardes pasaban y el brazo que más cerca tenían el uno del otro empezó a parecerse al del otro de una manera que a Walter le resultaba curiosamente agradable. Porque Walter advertía, fascinado, cómo iba cumpliéndose aquel proceso que Bill había planeado y que había aguardado con paciencia.

Bill trazaba líneas en la arena con una de sus pálidas manos, que, no obstante, cada día que pasaba, estaba más oscura. El sol le iba tiñendo el envés y los dedos.

El sábado y el domingo aparecieron más chicos blancos. Walter se alejó, pero Bill le gritó que se acercara con dos muy seguidos: «¡Pero bueno! ¡Pero bueno!». Y Walter se unió a ellos y jugaron al voleibol.

El verano los había sumergido a todos en llamas de arena y de agua verde hasta que estaban tintados y laqueados de oscuridad. Por primera vez en la vida, Walter se sentía parte del grupo. Porque aquellos jóvenes habían decidido envolver su piel con su mismo color y bailaban, cada vez más oscuros, a cada lado de la alta red, lanzando tanto la pelota como sus risas a uno y otro lado, compitiendo con Walter, haciéndole partícipe de los chistes y empujándolo a las olas.

Así, un día, Bill asió la muñeca de Walter con su mano y exclamó:

—¡Walter, mira!

Y Walter miró.

—¡Soy más oscuro que tú! —el chico estaba encantado.

—¡Pero bueno…! ¡Pero bueno…! —murmuraba Walter mirando una muñeca y la otra—. Hum… Sí que lo eres, sí… ¡Sí que lo eres!

Bill dejó sus dedos en la muñeca de Walter. De pronto, en su rostro apareció una expresión de sorpresa, como si algo le hubiera molestado. Tenía la boca medio abierta y los pensamientos se le reflejaban en los ojos. Quitó la mano de golpe, se echó a reír y miró al mar.

—¡Esta noche me voy a poner mi polo blanco! ¡Ya verás cómo lo luzco con este bronceado! ¡Ya verás!

—Seguro que te queda muy bien —comentó Walter mientras volvía la vista hacia el mar para ver qué estaba mirando Bill—. Mucha gente de color lleva ropa negra u oscura para que su cara parezca más clara.

—¿En serio? No lo sabía.

Daba la sensación de que Bill estuviera incómodo, como si hubiera encontrado algo con lo que no se sentía capaz de lidiar.

—Toma —le dijo Bill a Walter mientras le entregaba dinero como si fuera una idea brillante—. Ve a comprar un perrito caliente para ti y otro para mí.

Walter sonrió agradecido, pero respondió:

—Al de los perritos no le caigo bien.

—Eso da igual. Tú toma la pasta y ve. ¡Qué le den!

—Vale —respondió Walter, no sin cierta reticencia—. ¿Quieres el tuyo con de todo?

—¡Con de todo, sí!

Walter se dirigió al puesto a zancadas por la arena. Subió al entablado de un salto y no tardó en llegar a la olorosa sombra del puesto, donde se quedó, cuan alto era, digno, con los labios fruncidos.

—Dos perritos calientes con de todo para llevar, por favor.

El hombre que atendía el puesto tenía la espátula en la mano. Examinó a Walter de arriba abajo y, muy despacio, en detalle, sujetando la espátula con los dedos crispados. No dijo nada.

Cuando se cansó de estar allí de pie, dio media vuelta y se marchó. Haciendo sonar el dinero en su gran palma, Walter se alejó como si lo que acababa de suceder no le importase. Detuvo el tintineo cuando llegó adonde Bill.

—¿Qué ha pasado, Walt?

—El de los perritos se ha quedado mirándome, pero no me ha atendido.

Bill asió a Walter por los hombros y le dio la vuelta.

—¡Ven, que va a vendernos esos perritos o va a tener que decirme en mi cara por qué no!

Walter intentó retenerlo:

—No quiero problemas.

—Vale. Me cago en la… Ya voy yo a por los perritos. Tú espérame aquí.

Bill salió corriendo y, cuando llegó al puesto, se apoyó en el mostrador en sombra.

Walter vio y oyó con claridad lo que sucedió en los siguientes diez segundos.

El de los perritos sacó la cabeza y miró a Bill.

—¡Pero bueno, negrito, ¿ya estás aquí de nuevo?!

Silencio.

Bill siguió apoyado en el mostrador, esperando.

El de los perritos se echó a reír de pronto.

—¡Esta sí que es buena! ¡Hola, Bill! ¡La luz se refleja en el mar y me has parecido ese…! Dime, ¿qué quieres?

Bill asió al hombre por el codo.

—No lo entiendo. Soy más oscuro que él… ¿por qué a mí me lames el trasero?

El de los perritos respondió pensando bien lo que decía.

—Es que… me daba el reflejo y…

—¡Vete a la mierda!

Bill volvió a la brillante luz, pálida sobre su piel morena, regresó adonde Walter, lo asió por el codo y se lo llevó de allí.

—Vamos, Walt, que ya no tengo hambre.

—¡Qué curioso, yo tampoco!


Pasaron las dos semanas. Llegó el otoño. Durante dos días la playa quedó cubierta por una niebla venida del mar y Walter pensó que jamás volvería a ver a Bill. Recorría el entablado solo. Había un gran silencio. No se oían bocinas. La fachada de madera del puesto de perritos estaba cerrada, claveteada, y un solitario y gélido viento recorría la playa gris.

El martes volvió a salir el sol, brevemente, y allí estaba Bill, tumbado cuan largo era, solo en la vacía playa.

—He querido venir una última vez —comentó mientras Walter se sentaba a su lado—, porque no vamos a volver a vernos.

—¿Te marchas ya a Chicago?

—Sí. Además, aquí tampoco queda sol o, por lo menos, no del que a mí me gusta. Es mejor que vaya tirando para el este.

—Sí, supongo que sí.

—Han sido dos buenas semanas.

Walter asintió y comentó:

—Muy buenas.

—Me he puesto moreno.

—¡Ya te digo!

—Aunque ya se me está empezando a ir —apuntó apenado—. Ojalá hubiera tenido tiempo para que fuera permanente. —Se miró la espalda por encima del hombro e hizo unos gestos con los codos doblados e intentando alcanzarse con los dedos—. ¡Pero, mira, si ya me estoy pelando… y me pica! ¿Te importaría quitarme las pieles?

—No, en absoluto. Date la vuelta.

Bill se volvió y Walter se acercó, adelantó las manos y, con los ojos relucientes, le quitó, con cuidado, una tira de piel.

Poco a poco, tira a tira, fue pelando la piel oscura de Bill de su musculosa espalda, de sus omóplatos, del cuello… y dejando a la vista la rosada piel blanca que había debajo.

Cuando acabó, daba la sensación de que Bill estuviera desnudo y solo, de que fuera pequeño, y Walter se dio cuenta de que le había hecho algo al chico, pero que este lo estaba aceptando con filosofía, sin molestarse, y, de repente, en Walter brilló una luz que tenía que ver con la parte del verano que habían pasado juntos.

Le había hecho a Bill algo que estaba bien y que era natural, y no había manera ni de escapar de ello ni de soslayarlo; así eran las cosas y así tenían que ser. Bill había esperado algo durante aquellos días de verano y pensaba que lo había conseguido, pero, en realidad, no era así. Solo él pensaba que lo había logrado.

El viento se llevó las tiras de piel.

—Has estado todo julio y todo agosto aquí… para esto… —comentó Walter poco a poco, mientras dejaba caer una tira de piel— y ahí se va… Yo llevo toda la vida esperando y se va de la misma forma.

A continuación, le dio la espalda a Bill y, entre triste y contento, pero, desde luego, en paz, dijo:

—¡Venga, pélame tú ahora!


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