Categoría: Phlip K. Dick
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Algo para nosotros temponautas
Philip K. Dick

 

Exhausto, Addison Doug recorrió el largo sendero formado por placas de secuoya sintética, paso a paso, con la cabeza ligeramente inclinada, moviéndose como si estuviese sufriendo dolor físico. La muchacha le observaba, deseando ayudarle, sufriendo en su interior al verle con un aspecto tan agotado e infeliz, pero al mismo tiempo sintiéndose feliz de que estuviese allí. Uno tras otro, hacia ella, sin levantar la vista, guiándose por el tacto… como si lo hubiese hecho muchas veces, pensó ella de súbito. Conoce demasiado bien el camino. ¿Por qué?

—Addi —gritó y corrió hacia él—. En la televisión dijeron que habías muerto. ¡Que todos habíais muerto!

Él se detuvo, echándose hacia atrás el pelo oscuro, que ya no llevaba largo; se lo habían cortado justo antes del lanzamiento. Pero evidentemente lo había olvidado.

—¿Te crees todo lo que ves en televisión? —dijo, y volvió a avanzar, vacilante, pero ahora sonriendo. Alargó la mano hacia ella.

Dios, qué agradable era abrazarle, y que él la abrazase, con más energía de la que había esperado.

—Iba a buscarme a otro —dijo sin aliento—. Para reemplazarte.

—Te arrancaré la cabeza si lo haces —la amenazó—. De todas formas, es imposible; nadie puede reemplazarme.

—¿Pero qué pasó con la implosión? —preguntó ella—. Durante la reentrada; dijeron…

—Lo he olvidado —dijo Addison, en el tono que empleaba cuando quería decir: «No quiero hablar de eso.» Un tono que siempre la había enfurecido, pero no ahora. En esta ocasión tuvo la sensación de que el recuerdo era terrible—. Voy a quedarme en tu casa unos días —anunció él, y juntos recorrieron el sendero hacia la puerta abierta de la casa en forma de A—. Si no hay problema. Benz y Crayne vendrán aquí más tarde; quizás esta misma noche. Vamos a hablarlo y descubrir qué ha pasado.

—Entonces sobrevivisteis los tres. —Miró el rostro agobiado de Addison—. Todo lo que han dicho en televisión… —En ese momento comprendió. O creyó comprender—. Era una tapadera. Por razones políticas, para engañar a los rusos. ¿No? Es decir, la Unión Soviética creerá que el lanzamiento fue un fracaso porque durante la reentrada…

—No —dijo—. Muy probablemente un crononauta se unirá a nosotros para ayudarnos a descubrir qué ha pasado. El general Toad me ha dicho que uno de ellos ya está de camino; ya tienen la autorización. Debido a la gravedad de la situación.

—Dios mío —dijo la muchacha, afligida—. Entonces, ¿para quién es la tapadera?

—Bebamos algo —propuso Addison—. Y luego te lo explicaré todo.

—Sólo tengo brandy de California.

—Ahora mismo, tal como me siento, me bebería lo que fuese. —Addison Doug se dejó caer en el sofá, se recostó y lanzó un suspiro irregular y consternado, mientras la muchacha se apresuraba a preparar las copas.

La radio FM del coche gimoteaba:

—… apenada por el desolador giro de los acontecimientos que se han abalanzado sobre nosotros sin previo aviso…

—Balbuceos oficiales sin sentido —protestó Crayne, apagando la radio. Él y Benz tenían problemas para encontrar la casa, porque sólo habían estado allí una vez. Crayne consideró que era un método algo informal de convocar una conferencia de tanta importancia, reunirse en la casa de la novia de Addison en el quinto pino de Ojai. Por otro lado, los curiosos no les molestarían. Y probablemente no tenían mucho tiempo. Era difícil establecerlo; nadie estaba seguro.

Crayne observó que las colinas a ambos lados de la carretera habían sido bosques en su momento. Ahora las extensiones edificadas y las carreteras irregulares de plástico fundido estropeaban todas las cumbres.

—En su momento debió de ser un lugar muy bonito —le dijo a Benz, que conducía.

—El parque nacional de Los Padres está muy cerca —dijo Benz—. Una vez, cuando tenía ocho años, me perdí allí. Durante horas tuve la seguridad de que una serpiente acabaría conmigo. Hasta el último palo era una serpiente.

—La serpiente ha acabado pillándote —le dijo Crayne.

—A todos nosotros —respondió Benz.

—¿Sabes? —dijo Crayne—, es toda una experiencia estar muerto.

—Habla por ti.

—Pero técnicamente…

—Si escuchas la radio y la televisión. —Benz se volvió hacia él, con el enorme rostro de gnomo repleto de seria amonestación—. No estamos más muertos que cualquier otro sobre la superficie del planeta. Lo único diferente en nuestro caso es que la fecha de nuestra muerte está en el pasado, mientras que para todos los demás se sitúa en un momento incierto del futuro. En realidad, para algunas personas está más que fijada, como los que se encuentran en las salas de tratamiento de cáncer; ellos lo tienen tan claro como nosotros. Más aún. Por ejemplo, ¿cuánto tiempo podemos quedarnos aquí antes de regresar? Disponemos de un margen, una libertad de la que carece un enfermo de cáncer terminal.

Crayne respondió con alegría.

—A continuación nos dirás que nos alegremos de no sufrir dolor.

—Addi sufre dolor. Le observé tambalearse esta mañana. Le afecta psicosomáticamente… manifestándosele como una contrariedad física. Como si Dios estuviese pisándole el cuello; ya sabes, soportando un peso tan grande que es injusto, sólo que no se queja en voz alta… se limita a señalar de vez en cuando los agujeros de los clavos en las palmas de las manos. —Sonrió.

—Addi tiene más razones para vivir que nosotros.

—Todo hombre tiene más razones para vivir que cualquier otro hombre. No tengo una chica bonita con la que dormir, pero me gustaría ver a los camiones deslizándose por la autopista Riverside durante la puesta de sol algunas veces más. No son las razones que tengas para vivir; es que quieras vivir para verlo, para estar allí… eso es lo que resulta tan triste.

Siguieron conduciendo en silencio.

En el silencioso salón de la casa los tres temponautas permanecían sentados fumando, tomándoselo con calma; Addison Doug se dijo que la muchacha tenía un aspecto inusualmente sexy y deseable con un suéter blanco ceñido y una microfalda, y deseó, melancólico, que tuviese un aspecto algo menos interesante. En ese momento no podía permitirse enrollarse con esos asuntos. Estaba demasiado cansado.

—¿Sabe —dijo Benz señalando a la mujer— de qué va todo esto? Es decir, ¿podemos hablar abiertamente? ¿No le alterará?

—No se lo he explicado todavía —dijo Addison.

—Será mejor que lo hagas —dijo Crayne.

—¿Qué pasa? —dijo la muchacha, acongojada, sentándose derecha con una mano directamente entre los pechos. Como si agarrase un artefacto religioso que no estuviese ahí, pensó Addison.

—La diñamos en la reentrada —dijo Benz. Era, de veras, el más cruel de los tres. O al menos el más directo—. Comprenda, señorita…

—Hawkins —susurró la muchacha.

—Encantado de conocerla, señorita Hawkins. —Benz la examinó con su aire frío y desganado—. ¿Tiene nombre de pila?

—Merry Lou.

—Bien, Merry Lou —dijo Benz e hizo un comentario para los otros dos hombres—. Suena al nombre que una camarera llevase cosido a la blusa. Me llamo Merry Lou y les serviré la cena, el desayuno, el almuerzo, la cena y el desayuno durante los próximos días o lo que les lleve regresar a su propio tiempo; serán cincuenta y tres dólares con ocho centavos, por favor, sin incluir la propina. Y espero que no regresen nunca, ¿me oyen? —Empezó a temblarle la voz; y también el cigarrillo—. Lo lamento, señorita Hawkins —dijo a continuación—. Todos nos hemos quedado alterados por la implosión durante la reentrada. Lo supimos tan pronto como llegamos aquí. Lo hemos sabido antes que nadie; lo supimos tan pronto como llegamos al Tiempo de Emergencia.

—No había nada que pudiésemos hacer —dijo Crayne.

—Nadie puede hacer nada—le dijo Addison, y le pasó el brazo por encima. Sintió un déjà vu y entonces comprendió. «Nos encontramos en un bucle temporal cerrado —pensó—, lo repetimos una y otra vez, intentando resolver el problema de la reentrada, imaginando en cada ocasión que es la primera vez, la única vez… sin tener éxito nunca. ¿Qué intento es éste? Quizá sea el que hace un millón; hemos estado aquí sentados un millón de veces, examinando los mismos hechos una y otra vez sin llegar a ningún sitio.» Se sintió cansado hasta la médula al pensarlo. Y sintió una especie de vasto odio filosófico hacia todos los demás hombres, que no tenían que lidiar con ese enigma. «Todos vamos a un mismo sitio —pensó—, como dice la Biblia. Pero… nosotros tres ya hemos estado allí. Estamos allí tendidos ahora mismo. Así que está mal pedirnos a posteriori que permanezcamos en la superficie de la Tierra discutiendo, preocupándonos e intentando descubrir qué salió mal. Eso, sería lo apropiado, deberían hacerlo nuestros herederos. Ya hemos tenido suficiente.»

Pero no lo dijo en voz alta… por ellos.

—Quizá chocasteis contra algo —dijo la muchacha.

Mirando a los otros, Benz dijo sardónico:

—Quizá «chocamos con algo».

—Los comentaristas de televisión hablan continuamente —dijo Merry Lou— del peligro que hay en la reentrada de encontrarse fuera de fase espacialmente y colisionar hasta el nivel molecular con objetos tangentes, cualquiera de los cuales… —Hizo un gesto—. Ya sabéis. «Dos objetos diferentes no pueden ocupar el mismo espacio al mismo tiempo.» Así que todo voló por esa razón. —Miró inquisitiva a su alrededor.

—Ése es el factor de riesgo principal —reconoció Crayne—. Al menos en teoría, como calculó el doctor Fein de planificación cuando llegamos a la cuestión de los riesgos. Pero disponíamos de una serie de dispositivos de cierre que se activaban automáticamente. La reentrada no se produciría a menos que esos asistentes nos hubiesen estabilizado espacialmente de forma que no hubiese superposición. Claro está, todos esos dispositivos podrían haber fallado en secuencia. Uno tras otro. Yo estaba siguiendo los ámbitos de retroalimentación métrica durante el lanzamiento, y todos estaban de acuerdo, hasta el último, en que nos encontrábamos adecuadamente en fase. Y no oí tonos de advertencia. Ni tampoco los vi. —Sonrió—. Al menos, no sucedió entonces.

De pronto Benz dijo:

—¿Os habéis dado cuenta de que nuestros parientes directos ahora son ricos? Las primas de los seguros federales y comerciales. Nuestros «parientes directos»… Vaya por Dios, supongo que ésos somos nosotros. Podemos reclamar decenas de miles de dólares, dinero en efectivo. Podemos entrar en las oficinas de los agentes y decir: «Estoy muerto; dame lo que me corresponde.»

Addison Doug pensaba. Los servicios fúnebres públicos. Lo que habían planeado, después de las autopsias. La larga fila de Cadillacs negros recorriendo la Avenida Pensilvania, con todos los dignatarios del gobierno y los científicos de frente ancha. «Y nosotros estaremos allí. No una vez, sino dos. Una en los ataúdes, de roble y cobre bruñido a mano, cubiertos con banderas, y también… quizás en limusinas abiertas, saludando a las multitudes de plañideras.»

—Las ceremonias —dijo en voz alta.

Los otros lo miraron, furiosos, sin comprender. Y luego, uno a uno, lo hicieron; lo vio en sus rostros.

—No —rechinó Benz—. Eso es… imposible.

Crayne lo negó enfáticamente con la cabeza.

—Nos ordenarán estar allí, y lo haremos. Obedeciendo las órdenes.

—¿Tendremos que sonreír? —dijo Addison—. ¿Mantener una puta sonrisa?

—No —dijo lentamente el general Toad, su enorme cabeza de corte militar agitándose sobre el cuello de escoba, el color de la piel sucio y moteado, como si la masa de insignias en el cuello duro hubiese iniciado el proceso de putrefacción—. No deben sonreír, sino al contrario, mantener una pose adecuadamente triste. De acuerdo con el sentimiento nacional de tristeza en estos momentos.

—Eso será difícil —dijo Crayne.

El crononauta ruso no manifestó ninguna reacción; su rostro estrecho y aguileño, delgado entre los auriculares de traducción, permaneció lleno de preocupación.

—La nación —dijo el general Toad— será consciente de su presencia entre nosotros una vez más durante este breve intervalo; las cámaras de todas las cadenas de televisión importantes los enfocarán sin aviso, y al mismo tiempo se han dado instrucciones a los comentaristas para contarles a sus audiencias algo como lo siguiente. —Sacó un papel con algo escrito, se puso las gafas, se aclaró la garganta y dijo—: «Parece que enfocamos a tres figuras que van juntas en un coche. No puedo distinguirlas bien. ¿Podéis vosotros?» —El general Toad bajó el papel—. En ese momento interrogarán a sus colegas saliéndose del guión. Finalmente, exclamarán, «¡Por Dios, Roger!», o Walter o Ned, dependiendo del caso, según cada cadena…

—O Bill —dijo Crayne—. En caso de que se trate de la cadena Bufonidae, allá en el pantano.

El general Toad lo pasó por alto.

—Exclamarán de forma diversa, «¡Por Dios, Roger, creo que estamos viendo a los tres temponautas en persona! ¿Significa esto que, de alguna forma, la dificultad…?» Y a continuación el otro comentarista dirá algo en un tono más sombrío: «Creo que lo que estamos viendo en este momento, David», o Henry, o Pete o Ralph, lo que sea, «consiste en el primer vislumbre que tiene la humanidad de lo que el personal técnico llama Actividad de Tiempo de Emergencia. Al contrario de lo que podría parecer a primera vista, éstos no son, repito, no son, nuestros tres valientes temponautas como tales, como normalmente los veríamos, sino más probablemente registrados por nuestras cámaras mientras los tres están suspendidos temporalmente en su viaje al futuro, que inicialmente teníamos razones para creer que se realizaría en un continuo temporal aproximadamente dentro de cien años… pero parece que, de alguna forma, se quedaron cortos y están aquí ahora, en este momento, que por supuesto es, como sabemos, nuestro presente».

Addison Doug cerró los ojos y pensó: «Crayne preguntará si puede salir frente a las cámaras sosteniendo un globo y comiendo algodón de azúcar. Creo que nos estamos volviendo locos, todos nosotros.» Y luego se preguntó: «¿Cuántas veces hemos mantenido esta conversación idiota?»

«No puedo demostrarlo —pensó agotado—. Pero sé que es verdad. Nos hemos sentado aquí, rebuscando, escuchando y repitiendo toda esta mierda, muchas veces.» Se estremeció. «Hasta la última e insignificante palabra…»

—¿Qué pasa? —preguntó Benz perfectamente consciente.

El crononauta soviético habló por primera vez.

—¿Cuál es el intervalo máximo posible de ATE para su equipo de tres hombres? Y ¿qué proporción se ha agotado hasta ahora?

Después de una pausa, Crayne dijo:

—Nos informaron de eso antes de venir aquí hoy. Hemos consumido aproximadamente la mitad de nuestro intervalo máximo total de ATE.

—Sin embargo —rugió el general Toad—, hemos fijado el día de Duelo Nacional para que encaje en el periodo esperado restante de ATE. Eso nos exigió acelerar las autopsias y otros análisis forenses, pero en vista del sentimiento popular, se consideró…

«La autopsia», pensó Addison Doug, y una vez más se estremeció; en esta ocasión no pudo contener las ideas y dijo:

—¿Por qué no damos por concluida esta reunión absurda y nos dejamos caer por patología, mirando algunas muestras de tejido ampliadas y en color, y quizá se nos ocurran un par de conceptos vitales que ayudarán a la ciencia médica en su búsqueda de explicaciones? Explicaciones… eso es lo que nos hace falta. Explicaciones para problemas que todavía no existen; más tarde podemos desarrollar los problemas. —Hizo una pausa—. ¿Quién está de acuerdo?

—No voy a ir a mirar mi propio bazo en la pantalla —dijo Benz—. Iré en el desfile, pero no participaré en mi propia autopsia.

—Durante el desfile, podrías distribuir rodajas microscópicas manchadas de púrpura a los velantes —dijo Crayne—. Nos podrían dar a cada uno una bolsa con restos, ¿no, general? Podríamos tirar muestras de tejidos como si fuese confeti. Sigo creyendo que deberíamos sonreír.

—He examinado todos los memorandos sobre las sonrisas —dijo el general Toad, pasando con el dedo todas las páginas que tenía apiladas frente a él—, y el consenso político es que sonreír no se ajusta al sentimiento nacional. Así que hay que considerar ese tema como cerrado. En cuando a su participación en los procedimientos forenses que se están desarrollando…

—Nos lo estamos perdiendo mientras nos quedamos aquí sentados —le dijo Crayne a Addison Doug—. Siempre me pierdo lo bueno.

Ignorándole, Addison se dirigió al crononauta soviético.

—Oficial N. Gauki —dijo al micrófono que le colgaba del pecho—, en su opinión ¿cuál es el mayor miedo al que se enfrenta un viajero del tiempo? ¿Que se produzca una implosión debido a una coincidencia durante la reentrada tal y como nos sucedió a nosotros en el lanzamiento? ¿O le afectó a usted y a su camarada alguna otra obsesión traumática durante su breve pero exitoso vuelo?

N. Gauki, tras una pausa, respondió:

—R. Plenya y yo intercambiamos puntos de vista informales en varias ocasiones. Creo que puedo hablar por los dos, respondiendo a su pregunta, destacando nuestro temor permanente a haber entrado en un bucle temporal cerrado que jamás se rompería.

—¿Lo repetiría por siempre? —preguntó Addison Doug.

—Sí, señor A. Doug —dijo el crononauta asintiendo sombrío.

Un terror que no había experimentado antes se apoderó de Addison Doug. Se volvió impotente hacia Benz y murmuró:

—Mierda. —Se miraron el uno al otro.

—Realmente no creo que sucediese tal cosa —le dijo Benz en voz baja, poniendo la mano sobre el hombro de Doug; apretó con fuerza, un apretón de amistad—. Simplemente implosionamos en la reentrada, no es más que eso. Tranquilízate.

—¿Podríamos terminar la reunión pronto? —dijo Addison Doug con voz ronca y ahogada, medio levantándose de la silla. Sintió que la sala y la gente que había en ella se le echaban encima, sofocándole. Claustrofobia, comprendió. Como cuando estaba en la escuela primaria, cuando pasaron un examen sorpresa en las máquinas de enseñanza y comprendió que no lo superaría—. Por favor —se limitó a decir, poniéndose en pie. Todos le miraban, con expresiones diferentes. El rostro ruso era especialmente comprensivo, y muy marcado por la preocupación. Addison deseó…—. Quiero irme a casa —les dijo a todos, y se sintió como un estúpido.

Estaba borracho. Era de madrugada, y se encontraba en un bar de Hollywood Boulevard; por suerte, Merry Lou le acompañaba, y se lo estaba pasando bien. Al menos, todos se lo decían. Se pegó a Merry Lou y dijo:

—La gran unidad de la vida, la unidad y el significado supremos, es hombre y mujer. Su unidad absoluta; ¿cierto?

—Lo sé —dijo Merry Lou—. Lo estudiamos en clase. —Esa noche, a petición suya, Merry Lou era una chiquita rubita, vestida con pantalones de campana de color púrpura, tacones altos y una blusa abierta que dejaba al descubierto la barriga. También había llevado un lapislázuli en el ombligo, pero durante la cena en el Ting Ho había saltado y se había perdido. El dueño del restaurante había prometido seguir buscándolo, pero Merry Lou se había mostrado triste desde entonces. Era, decía, simbólico. Pero de qué, no lo decía. O en todo caso, él no podía recordarlo; quizá fuese eso. Ella le había contado lo que significaba y él lo había olvidado.

Un joven negro muy elegante, sentado en una mesa cercana, con un peinado afro, un chaleco a rayas y una corbata roja muy grande, llevaba un buen rato mirando a Addison. Evidentemente quería acercarse a la mesa pero tenía miedo; mientras tanto, seguía mirando.

—¿Has tenido esa sensación —le dijo Addison a Merry Lou— de que sabes exactamente qué está a punto de suceder? ¿Lo que alguien va a decir? ¿Palabra por palabra? Hasta el último detalle. ¿Como si ya lo hubieses vivido?

—Todo el mundo entra en ese espacio —dijo Merry Lou. Sorbió el Bloody Mary.

El negro se puso en pie y se acercó a ellos. Se situó junto a Addison.

—Lamento molestarle, señor.

Addison le dijo a Merry Lou:

—Va a decir: «¿No le conozco de algo? ¿Le he visto en la tele?»

—Eso era exactamente lo que iba a decir —dijo el negro.

Addison añadió:

—Sin duda vio mi foto en la página cuarenta y seis del número actual de Time, la sección dedicada a nuevos descubrimientos médicos. Soy el médico de familia de un pequeño pueblecito de Iowa catapultado a la fama por mi invención de una cura amplia y fácil de administrar para lograr la vida eterna. Varias grandes compañías farmacéuticas están pujando por mi vacuna.

—Debió ser ahí donde vi su fotografía —dijo el negro, pero no pareció estar convencido. Tampoco parecía borracho; miraba a Addison Doug con concentración—. ¿Puedo sentarme con usted y con la dama?

—Claro —dijo Addison Doug. En ese momento vio, en la mano del hombre, la identificación de la agencia de seguridad de Estados Unidos que desde el principio dirigía el proyecto.

—Señor Doug —dijo el agente de seguridad al sentarse junto a Addison—, realmente no debería ir diciendo esas cosas. Si yo le he reconocido, otro también podría hacerlo y largarlo todo. Todo está clasificado hasta el día de luto. Técnicamente, está violando un estatuto federal estando aquí; ¿lo sabía? Debería arrestarle. Pero la situación es difícil; no queremos hacer nada poco apropiado y provocar una escena. ¿Dónde están sus dos colegas?

—En mi casa —dijo Merry Lou. Evidentemente no había visto la identificación—. Escuche —le dijo con dureza al agente—, ¿por qué no se pierde? Mi marido ha sufrido mucho, y ésta es su única ocasión de relajarse.

Addison miró al hombre.

—Sabía lo que iba a decir antes de que viniese —«Palabra por palabra», pensó. Tengo razón y Benz se equivoca, y seguirá sucediendo, esta repetición.

—Quizá —dijo el agente de seguridad— pueda convencerle de que regrese a la casa de la señorita Hawkins voluntariamente. Ha llegado algo de información —tocó el pequeño auricular que llevaba en la oreja derecha— hace apenas unos minutos, para todos nosotros, para llevarle, urgentemente, si le localizábamos, a las ruinas del lugar de lanzamiento… Han estado examinando los restos, ¿sabe?

—Lo sé —dio Addison.

—Creen haber encontrado la primera pista. Uno de ustedes trajo algo de vuelta. Desde el ATE, por encima de lo que habían llevado, violando todo el entrenamiento anterior al lanzamiento.

—Déjeme hacerle una pregunta —le dijo Addison Doug—. Supongamos que alguien me ve. Supongamos que alguien me reconoce. ¿Qué problema habría?

—El público cree que, aunque la reentrada fracasó, el vuelo en el tiempo, el primer lanzamiento norteamericano de viajeros del tiempo, fue un éxito. Tres temponautas de Estados Unidos fueron lanzados cien años al futuro… aproximadamente dos veces más lejos que el lanzamiento soviético del año pasado. Que sólo alcanzaron una semana será menos traumático si se cree que los tres eligieron deliberadamente remanifestarse en este continuo porque deseaban asistir, de hecho, se sentían compelidos a asistir…

—Queríamos estar en el desfile —le interrumpió Addison—. Dos veces.

—Se sintieron atraídos al sombrío y dramático espectáculo de su propia procesión fúnebre, y allí los verán las cámaras alertas de todas las cadenas importantes. Señor Doug, en serio, se ha invertido mucha planificación y mucho dinero en puestos muy elevados para ayudar a corregir esta lamentable situación; confíe en nosotros, créanos. Será más fácil para el público, y eso es vital, y queremos que haya otros lanzamiento temporal de Estados Unidos. Y eso es, después de todo, lo que todos queremos.

Addison Doug lo miró fijamente.

—¿Qué queremos?

Incómodo, el agente de seguridad dijo:

—Realizar más viajes en el tiempo. Como lo hizo usted. Por desgracia, usted no podrá volver a hacerlo, debido a la trágica implosión y a la muerte de ustedes tres. Pero otros temponautas…

—¿Qué queremos? ¿Es eso lo que queremos? —Addison levantó la voz; ahora la gente en las mesas cercanas les observaba. Nerviosos.

—Exacto —dijo el agente—. Y mantenga la voz tranquila.

—No es eso lo que yo quiero —dijo Addison—. Yo quiero parar. Parar por siempre. Tenderme en el suelo, sobre el polvo, con todos los demás. No ver más veranos… el mismo verano.

—Cuando has visto uno, los has visto todos —dijo Merry Lou histérica—. Creo que tiene razón, Addi; deberíamos irnos. Has bebido demasiado, y es tarde, y esas novedades sobre…

Addison la interrumpió.

—¿Qué trajimos de vuelta? ¿Qué cantidad extra de masa?

El agente de seguridad dijo:

—El análisis preliminar muestra que una maquinaria de unos cincuenta kilos de peso se cargó en el campo temporal del módulo y les acompañó. Tanta masa… —El agente hizo un gesto—. Eso lo hizo estallar ahí mismo. No pudo ni empezar a compensar por tanta diferencia con respecto a lo que había ocupado la zona abierta durante el lanzamiento.

—¡Guau! —dijo Merry Lou, con los ojos como platos—. Quizás alguien le vendió a uno de vosotros un sistema cuadrafónico por un dólar noventa y ocho incluyendo altavoces de quince pulgadas suspendidos en el aire y un suministro para toda la vida de discos de Neil Diamond. —Intentó reír, pero no pudo; se le entristecieron los ojos—. Addi —susurró—, lo lamento. Pero es algo… extraño. Es decir, es absurdo; todos sabíais, ¿no?, lo del peso de retorno. No debíais ni añadir ni una hoja de papel a lo que os llevasteis. Incluso vi al doctor Fein demostrar el porqué en la televisión. ¿Y uno de vosotros metió cincuenta kilos de maquinaria en ese campo? ¡Para hacerlo, debíais estar intentando autodestruiros! —Le salieron lágrimas de los ojos; una de las lágrimas rodó hasta la nariz y se quedó allí colgada. Por reflejo, Addison alargó la mano para limpiársela, como si ayudase a una niña en lugar de a una mujer.

—Le llevaré al lugar de análisis —le dijo el agente de seguridad mientras se ponía en pie.

El agente y Addison ayudaron a Merry Lou a ponerse en pie; se estremeció al enderezarse, terminándose el Bloody Mary. Addison sintió mucha pena por ella, pero a continuación, casi de inmediato, el sentimiento desapareció. Se preguntó por qué. Uno puede incluso cansarse de eso, conjeturó. De preocuparse por alguien. Si dura demasiado… una y otra vez. Por siempre. Y, al final, incluso después de todo eso, llegar a un lugar que nadie, quizá ni siquiera el mismo Dios, ha tenido que sufrir y al final, a pesar de Su gran Corazón, sucumbir a él.

Mientras atravesaban el bar atestado para llegar hasta la calle, Addison le preguntó al agente de seguridad:

—¿Quién de nosotros…?

—Ellos lo saben —dijo el agente mientras sostenía la puerta abierta para Merry Lou. A continuación el agente se situó tras Addison, haciéndole señas a un coche federal de color gris que se encontraba en la zona roja de aparcamiento. Otros dos agentes de seguridad, uniformados, corrieron hacia ellos.

—¿Fui yo? —preguntó Addison Doug.

—Será mejor que lo crea —dijo el agente de seguridad.

La procesión funeraria se movía con dolorosa solemnidad por la Avenida Pensilvania, tres ataúdes cubiertos por banderas y docenas de limusinas negras pasaban entre filas de temblorosos asistentes cubiertos con pesados abrigos. Una neblina baja cubría el día, con los perfiles grises de los edificios difuminándose en la atmósfera sucia y húmeda de un día de marzo en Washington.

Examinando el Cadillac principal con los binoculares, el comentarista de noticias y asuntos públicos más importante de la televisión, Henry Cassidy, relataba monótonamente los hechos a su vasto público invisible:

—… tristes recuerdos de un primer tren entre los campos de trigo portando el ataúd de Abraham Lincoln de regreso a su entierro en la capital nacional. ¡Y qué triste día es el de hoy, y qué tiempo tan apropiado, con sus tonos hoscos y la llovizna! —En el monitor vio la lente hacer un zoom y acercarse al cuarto Cadillac, que seguía a los que portaban los féretros de los temponautas muertos.

El técnico le tocó el brazo.

—Parece que estamos enfocando tres figuras desconocidas que van juntas —le dijo Henry Cassidy al micrófono, asintiendo—. Por el momento soy incapaz de distinguirlas. ¿Puedes tú ver mejor desde tu posición, Everett? —le preguntó a su colega y apretó un botón que le indicaba a Everett Branton que debía reemplazarle en antena.

—Vaya, Henry —dijo la voz de Branton cada vez más emocionado—, ¡creo que estamos viendo a los temponautas americanos al remanifestarse en su histórico viaje al futuro!

—¿Significa eso —dijo Cassidy— que de alguna forma han conseguido resolver y superar…?

—Me temo que no, Henry —dijo Branton con voz lenta y lastimosa—. Lo que estamos presenciando para nuestra total sorpresa consiste en el primer vislumbre en el mundo occidental de lo que los técnicos llaman Actividad de Tiempo de Emergencia.

—Ah, sí, ATE —dijo Cassidy animándose, leyendo el guión oficial que las autoridades federales le habían entregado antes de comenzar la emisión.

—Exacto, Henry. Al contrario de lo que podría parecer a primera vista, éstos no son, repito, no son, nuestros tres valientes temponautas como tales, como los experimentaríamos normalmente…

—Ahora lo comprendo, Everett —le interrumpió Cassidy lleno de emoción, ya que el guión autorizado indicaba CASS INTERRUMPE EMOCIONADO—. Nuestros tres temponautas han suspendido temporalmente su histórico viaje al futuro, que creemos se desarrollará en un continuo temporal dentro de cien años… Parece que la pena y el dramatismo sobrecogedores de este inesperado día de duelo les ha hecho…

—Lamento interrumpirte, Henry —dijo Everett Branton—, pero creo que, ya que el desfile ha detenido momentáneamente su lenta marcha, podríamos intentar…

—No —dijo Cassidy, cuando le pasaron una nota que en letra apresurada decía: «No entreviste a los nautas. Urgente. Igno. inst. anteriores»—. No creo que podamos… —siguió diciendo—… hablar brevemente con los temponautas Benz, Crayne y Doug, como esperábamos, Everett. Como todos brevemente habíamos esperado. —Indicó con un gesto que recogiesen el micrófono; que ya se había empezado a inclinar expectante hacia el Cadillac parado. Cassidy negó insistentemente con la cabeza en dirección al técnico y al ingeniero de micrófonos.

Al percibir que el micrófono aéreo se acercaba hacia ellos, Addison Doug se puso en pie en el Cadillac abierto. Cassidy lanzó un gemido. Comprendió que quería hablar. ¿No le habían dado instrucciones al temponauta? «¿Por qué soy yo el único al que le llegan las instrucciones?» Otros micrófonos de otras cadenas de televisión y entrevistadores de la radio a pie se apresuraban a situarse bajo los tres temponautas, especialmente Addison Doug. Doug ya empezaba a hablar, en respuesta a una pregunta que le había gritado un reportero. Con su jirafa apagada, Cassidy no pudo oír la pregunta, ni tampoco la respuesta de Doug. Renuente, hizo un gesto para que activasen su propio micro.

—… antes —dijo Doug en voz alta.

—¿De qué forma «Todo esto ha sucedido antes»? —decía el reportero de radio cerca del coche.

—Quiero decir —declaró el temponauta de Estados Unidos Addison Doug, con el rostro enrojecido y cansado— que ya he estado en este mismo punto y he hablado una y otra vez, y todos ustedes han presenciado este desfile y nuestras muertes durante la reentrada un número interminable de veces, un círculo cerrado de tiempo retenido que es preciso romper.

—¿Están buscando —le preguntó de improviso otro reportero— una solución al desastre de la implosión durante la reentrada que se pueda aplicar retrospectivamente cuando regresen al pasado, de forma que puedan corregir el problema y evitar la catástrofe que costó, en su caso, costará, la vida de los tres?

El temponauta Benz dijo:

—Sí, eso es lo que intentamos.

—Intentar identificar la causa de la violenta implosión y eliminarla antes de que regresemos —añadió el temponauta Crayne, asintiendo—. Ya hemos descubierto que, por causas desconocidas, una masa de casi cincuenta kilos de diversas piezas de un motor Wolkswagen, incluyendo los cilindros, el cabezal…

Esto es horrible, pensó Cassidy.

—¡Esto es asombroso! —dijo en voz alta al micrófono—. Los temponautas americanos ya fallecidos, con una determinación que sólo podría surgir de la disciplina y el riguroso entrenamiento al que fueron sometidos, y que en su momento cuestionábamos y del que ahora podemos apreciar su sentido, ya han analizado el fallo mecánico responsable, evidentemente, de sus muertes, y han iniciado el laborioso proceso de examinar y eliminar las causas de ese fallo de forma que puedan regresar al lugar de lanzamiento original y reentrar sin problemas.

—Uno se pregunta —masculló Branton al aire y a su auricular— cuáles serían las consecuencias de la alteración de ese pasado cercano. Si durante la reentrada no implosionan y no mueren, entonces no… bien, es demasiado complejo para mí, Henry, las paradojas temporales que el doctor Fein y los Laboratorios de Extrusión Temporal de Pasadena nos han descrito tan elocuentemente en tantas ocasiones.

A todos los micrófonos disponibles, de todo tipo, el temponauta Addison Doug decía, ahora con más calma:

—No debemos eliminar la causa de la implosión durante la reentrada. La única forma de terminar el viaje es que muramos. La muerte es la única solución. Para los tres. —Fue interrumpido cuando la fila de Cadillacs volvió a ponerse en marcha.

Cerrando momentáneamente su micrófono, Henry Cassidy le dijo al ingeniero de sonido:

—¿Está loco?

—Sólo el tiempo nos dirá —dijo el ingeniero en una voz difícil de oír.

—Un momento extraordinario en la relación de Estados Unidos con el viaje en el tiempo —dijo Cassidy al micrófono ahora abierto—. Sólo el tiempo nos dirá, y perdonen el juego de palabras inintencionado, si los crípticos comentarios del temponauta Doug, ofrecidos inesperadamente en este momento de supremo sufrimiento para él, en el mismo sentido pero en menor grado que lo es para nosotros, son las palabras de un hombre trastornado por la pena o una descripción acertada del macabro dilema al que en términos teóricos sabíamos bien que tendríamos que encararnos con el tiempo, encararnos y derrotar con un golpe letal, en un lanzamiento de viaje en el tiempo, ya fuese nuestro o de los rusos.

Pasó, a continuación, a la publicidad.

—¿Sabes? —murmuró la voz de Branton al oído, no al aire sino sólo a la sala de control y a él—, si tiene razón deberían dejar morir a los pobres cabrones.

—Deberían liberarlos —admitió Cassidy—. Dios mío, el aspecto de Doug y como hablaba, ¡podrías imaginar que ha pasado por esto durante mil años y algunos más! Por nada me gustaría estar en sus zapatos.

—Te apuesto cincuenta pavos —dijo Branton— a que ya han pasado por esto. Muchas veces.

—Entonces, nosotros también —dijo Cassidy.

Ahora llovía, haciendo que los espectadores alineados reluciesen. Los rostros, los ojos, incluso la ropa, todo relucía con reflejos húmedos de luz rota y fracturada, retorcida y centelleante, a medida que, por la acumulación de capas informes sobre sus cabezas, el día se oscurecía.

—¿Estamos en el aire? —preguntó Branton.

«¿Quién sabe?», pensó Cassidy. Deseaba que el día terminase.

El crononauta soviético N. Gauki levantó ambas manos desapasionadamente y habló a los americanos sentados al otro extremo de la mesa con una voz cargada de urgencia.

—En mi opinión y la de mi colega R. Plenya, que por sus logros pioneros en el viaje temporal ha sido certificado como Héroe del pueblo soviético, muy merecidamente, basándonos en nuestra experiencia y en el material teórico desarrollado tanto en sus círculos académicos como en la Academia de Ciencias Soviética de la URSS, creemos que los temores del temponauta A. Doug están justificados. Y su destrucción deliberada de sí mismo y sus compañeros durante la reentrada, trayendo consigo una gran masa de automóvil desde el ATE, violando sus órdenes, debería considerarse el acto de un hombre desesperado sin ninguna otra forma de escapar. Evidentemente, a ustedes les toca decidir. En esta cuestión no somos más que consejeros.

Addison Doug jugaba con un encendedor sobre la mesa y no levantó la vista. Le zumbaban los oídos y se preguntó qué podría significar. Tenía cierta cualidad electrónica. «Quizá volvemos a estar en el módulo», pensó. Pero no lo percibía; sentía la realidad de la gente que le rodeaba, de la mesa, del encendedor de plástico azul entre los dedos. «No se puede fumar en el módulo durante la reentrada», pensó. Con cuidado se guardó el encendedor en el bolsillo.

—No tenemos ningún tipo de prueba concreta —dijo el general Toad— de que se haya producido un bucle temporal cerrado. Sólo tenemos la sensación subjetiva de cansancio por parte del señor Doug. Simplemente su creencia de que ha vivido todo esto repetidamente. Como dice él, muy probablemente sea de naturaleza psicológica —rebuscó, como un cerdo, entre los papeles que tenía delante—. Tengo un informe, que no se ha divulgado a los medios, de cuatro psiquiatras de Yale sobre su estado psicológico. Aunque es anormalmente estable, tiene tendencia a la ciclotimia, culminando en una depresión aguda. Naturalmente, todo eso se tuvo en cuenta mucho antes del lanzamiento, pero se estimó que el carácter jovial de los otros dos compensaría esa característica. En cualquier caso, esa tendencia depresiva con el tiempo es excepcionalmente alta. —Sostuvo el informe, pero nadie de la mesa lo aceptó—. ¿No es cierto, doctor Fein —dijo—, que una persona deprimida experimenta el tiempo de una forma extraña, es decir, de forma circular, como si se repitiese, sin llegar a ninguna parte, siempre en círculos? Esas personas se vuelven tan psicóticas que se niegan a abandonar el pasado. Se repite continuamente en sus cabezas.

—Pero comprenda —dijo el doctor Fein—, esa sensación subjetiva de estar atrapado quizá sea todo lo que podríamos tener. —Se trataba del físico investigador cuyo trabajo fundamental había sentado los cimientos teóricos del proyecto—. Si un bucle cerrado se estableció desafortunadamente.

—El general —dijo Addison Doug— está usando palabras que no comprende.

—Investigué aquéllas que no me resultaban familiares —dijo el general Toad—. Los términos técnicos psiquiátricos… sé lo que significan.

A Addison Doug, Benz le dijo:

—¿De dónde sacaste todas esas piezas de VW, Addi?

—No las tengo todavía —dijo Addison Doug.

—Probablemente pilló la primera basura con la que se encontró —dijo Crayne—. Lo que estuviese disponible, justo antes de que iniciásemos el regreso.

—Iniciemos el regreso —le corrigió Addison Doug.

—Éstas son mis instrucciones para los tres —dijo el general Toad—. De ninguna forma deben intentar producir daño, implosión o fallo durante la reentrada, ya sea llevando masa extra o por cualquier otro método que pueda ocurrírseles. Deben regresar como estaba previsto y replicando las simulaciones previas. Todo esto se le aplica especialmente a usted, señor Doug. —Sonó el teléfono junto a su brazo derecho. Frunció el ceño y levantó el auricular. Pasó un rato, y luego volvió a fruncir el ceño con más intensidad y devolvió el auricular a su sitio, con fuerza.

—Le han invalidado —dijo el doctor Fein.

—Sí, así ha sido —dijo el general Toad—. Y debo decir que en este caso me alegro personalmente, porque mi decisión me resultaba desagradable.

—Entonces podemos disponer una implosión durante la reentrada —dijo Benz después de una pausa.

—Los tres deben tomar la decisión —dijo el general Toad—. Ya que implica sus vidas. Se les ha dejado totalmente la responsabilidad de la decisión. Lo que ustedes quieran. Si están convencidos de encontrarse en un bucle temporal cerrado, y creen que una gran implosión durante la reentrada lo anulará… —Dejó de hablar al ver que el temponauta Doug se ponía en pie—. ¿Va a dar otro discurso, Doug? —dijo.

—Sólo quiero dar las gracias a todos los implicados —dijo Addison Doug—. Por permitirnos decidir. —Miró con el rostro macilento y cansado a todos los individuos sentados a la mesa—. Realmente lo agradezco.

—¿Sabe? —dijo Benz lentamente—, volarnos durante la reentrada podría no ayudar en nada a las posibilidades de eliminar un bucle cerrado. De hecho, eso podría causarlo, Doug.

—No si nos mata a todos —dijo Crayne.

—¿Estás de acuerdo con Addi? —dijo Benz.

—Estar muerto es estar muerto —dijo Crayne—. Lo he estado meditando. ¿Qué otra acción tiene más probabilidades de sacarnos de esto, si estamos muertos? ¿Qué otra posible acción?

—Puede que no estén en un bucle —comentó el doctor Fein.

—Pero podríamos estarlo —dijo Crayne.

Doug, todavía en pie, dijo a Crayne y Benz:

—¿Podemos incluir a Merry Lou en la decisión?

—¿Por qué? —dijo Benz.

—Ya no puedo pensar con total claridad —dijo Doug—. Merry Lou puede ayudarme; dependo de ella.

—Claro —dijo Crayne. Benz también asintió.

El general Toad examinó el reloj de muñeca con estoicismo y dijo:

—Caballeros, esto concluye nuestra discusión.

El crononauta soviético Gauki se quitó los auriculares y el micrófono del cuello y corrió hacia los tres temponautas americanos con la mano extendida; aparentemente decía algo en ruso, pero ninguno de ellos le entendía. Se apartaron sombríos, juntos.

—En mi opinión, estás loco, Addi —dijo Benz—. Pero parece que ahora mismo soy minoría.

—Si tiene razón —dijo Crayne—, si, por una posibilidad entre mil millones, lo estamos repitiendo una y otra vez, estaría justificado.

—¿Podemos ir a ver a Merry Lou? —dijo Addison Doug—. ¿Podemos ir ahora a su casa?

—Está esperando fuera —dijo Crayne.

A grandes zancadas, el general Toad se situó junto a los tres temponautas y dijo:

—¿Sabe?, lo que hizo que se tomase esta decisión fue la reacción pública al aspecto que tenía usted, Doug, y a cómo se comportó durante la procesión funeraria. Los consejeros de la NSC llegaron a la conclusión de que el público preferiría, al igual que ustedes, asegurarse de que todo había terminado para ustedes. Que le alivia más saber que se han liberado de la misión que salvar el proyecto y obtener una reentrada perfecta. Supongo que les causó una impresión inolvidable, Doug. Esos gimoteos… —A continuación se alejó, dejando a los tres a solas.

—Olvídate de él —le dijo Crayne a Addison Doug—. Olvídate de cualquiera como él. Tenemos que hacer lo que tengamos que hacer.

—Merry Lou me lo aclarará —dijo Doug. Ella sabría qué hacer, qué era lo correcto.

—Iré a buscarla —dijo Crayne—, y después los cuatro podremos ir a algún sitio, quizás a su casa, y decidir qué hacer. ¿Vale?

—Gracias —dijo Addison Doug, asintiendo; miró a su alrededor esperanzado, preguntándose dónde estaría. Quizás en la sala contigua, en algún lugar cercano—. Te lo agradezco —dijo.

Benz y Crayne se miraron. Addison se dio cuenta, pero no sabía qué significaba. Sólo sabía que necesitaba a alguien, Merry Lou sobre todo, para ayudarle a comprender la situación. Y qué decidir para sacarlos de ella.

Merry Lou condujo al norte desde Los Ángeles por el carril superrápido de la autopista hacia Ventura, y desde ese punto interior hasta Ojai. Los cuatro hablaron poco. Merry Lou conducía bien, como siempre; apoyándose en ella, Addison se sintió relajarse hacia una especie de paz interior provisional.

—No hay nada como dejar que una chica conduzca —dijo Crayne, después de muchas millas en silencio.

—Es una sensación aristocrática —murmuró Benz—. Que una mujer conduzca. Como si fueses un noble con chófer.

Merry Lou dijo:

—Hasta que choque con algo. Algún enorme objeto lento.

Addison dijo:

—Cuando me viste acercarme a tu casa… siguiendo el sendero de secuoya el otro día. ¿Qué pensaste? Dime la verdad.

—Parecía —dijo la muchacha— como si lo hubieses hecho muchas veces. Tenías aspecto agotado y cansado… listo para morir. Al final… —Vaciló—. Lo lamento, pero ése es el aspecto que tenías, Addi. Pensé para mí: se sabe demasiado bien el camino.

—Como si lo hubiese recorrido muchas veces.

—Sí —dijo ella.

—En ese caso, voto por la implosión —dijo Addison Doug.

—Bien…

—Sé sincera conmigo —dijo.

Merry Lou dijo:

—Mira en el asiento trasero. La caja que hay en el suelo.

Con la ayuda de una linterna sacada de la guantera, los tres hombres examinaron la caja. Addison Doug vio con temor el contenido. Piezas de motor de VW, oxidadas y gastadas. Todavía engrasadas.

—Los cogí de la parte dé atrás de un garaje de coches extranjeros cercano a mi casa —dijo Merry Lou—. De camino a Pasadena. La primera basura que vi que parecía lo suficientemente pesada. Les oí decir en televisión en el momento del lanzamiento que cualquier cosa por encima de veinticinco kilos…

—Bastará —dijo Addison Doug—. Bastó.

—Así que no tiene sentido ir a su casa —dijo Crayne—. Está decidido. Bien podríamos dirigirnos al sur hacia el módulo. E iniciar el procedimiento para salir de ATE. Y de vuelta a la reentrada. —La voz sonaba áspera pero tranquila—. Gracias por su voto, señorita Hawkins.

Ella respondió:

—Todos están tan cansados…

—Yo no —dijo Benz—. Estoy cabreado. Cabreado del todo.

—¿Conmigo? —preguntó Addison Doug.

—No lo sé —dijo Benz—. Simplemente… ¡demonios! —Adoptó un silencio tristón. Inclinado, frustrado e inerte. Alejado en la medida de lo posible de los otros ocupantes del coche.

En la siguiente intersección de la autopista, Merry Lou viró el coche al sur. Ahora parecía estar repleta de una sensación de libertad, y Addison Doug empezó a sentir que parte de la carga y la fatiga empezaba a desvanecerse.

En la muñeca de los tres hombres, el receptor de emergencia comenzó a emitir el tono de aviso; todos dieron un salto.

—¿Qué fue eso? —dijo Merry Lou, reduciendo la velocidad del coche.

—Debemos hablar con el general Toad por teléfono lo antes posible —dijo Crayne. Señaló—. Hay una estación justo ahí; coja la siguiente salida, señorita Hawkins. Podemos llamar desde ahí.

Unos pocos minutos después Merry Lou detuvo el coche junto a la cabina exterior.

—Espero que no sean malas noticias —dijo.

—Hablaré primero —dijo Doug, bajando. «Malas noticias —pensó con trabajosa diversión—. ¿Como qué?» Recorrió pesadamente el espacio hasta la cabina, se metió dentro, cerró la puerta, echó una moneda de diez centavos y marcó el número gratuito.

—¡Vaya si tengo noticias! —dijo el general Toad cuando la operadora le pasó—. Es una suerte haber contactado con ustedes. Un minuto… voy a dejar que el doctor Fein se lo cuente él mismo. Es más probable que le crea a él que a mí. —Varios chasquidos y a continuación la voz aflautada, precisa y académica del doctor Fein, pero amplificada por la emergencia.

—¿Cuáles son las malas noticias? —dijo Addison Doug.

—No son necesariamente malas —dijo el doctor Fein—. He ejecutado algunos cálculos desde la discusión y parecería, con lo que quiero decir que es estadísticamente probable pero todavía no se ha verificado hasta la certidumbre, que usted tiene razón, Addison. Se encuentran en un bucle temporal cerrado.

Addison Doug exhaló con fuerza. «Madre autocrática de ninguna parte —pensó—. Probablemente siempre lo has sabido.»

—Sin embargo —dijo el doctor Fein emocionado, tartamudeando un poco—, también calculo, lo hacemos conjuntamente, en general por medio de Cal Tech, que la mayor probabilidad de mantener el bucle se da implosionando en la reentrada. ¿Me comprende, Addison? Si cargan con todas esas piezas oxidadas de VW e implosionan, la probabilidad estadística de cerrar el bucle por siempre es mucho mayor que si se limitan a reentrar y todo va bien.

Addison Doug no dijo nada.

—De hecho, Addi, y ésta es la parte importante que debo recalcar, una implosión en la reentrada, especialmente del tipo masivo y calculado que estamos planeando… ¿me comprende, Addi? ¿Me estoy haciendo entender? ¿Por amor de Dios, Addi? Virtualmente garantiza el establecimiento de un bucle absolutamente inflexible como el que tiene en mente. Del tipo que nos ha preocupado desde el principio. —Una pausa—. ¿Addi? ¿Sigue ahí?

Addison Doug:

—Quiero morir.

—Eso es el cansancio debido al bucle. Dios sabe cuántas repeticiones han tenido ustedes tres…

—No —dijo y empezó a colgar.

—Déjeme hablar con Benz y Crayne —dijo el doctor Fein con rapidez—. Por favor, antes de que sigan con la reentrada. Especialmente con Benz; me gustaría especialmente hablar con él. Por favor, Addison. Por ellos; su agotamiento casi absoluto ha…

Colgó. Abandonó la cabina paso a paso.

Al subir de nuevo al coche, oyó los otros dos receptores todavía zumbando.

—El general Toad ha dicho que la llamada automática hará que vuestros dos receptores sigan sonando durante un rato —dijo. Y cerró la portezuela—. Vamos.

—¿No quiere hablar con nosotros? —dijo Benz.

Addison Doug dijo:

—El general Toad quería informarnos de que tienen algo para nosotros. Han votado una citación especial del Congreso por valor y algunas otras majaderías. Una medalla especial que no habían dado antes. Para que se nos entregue postumamente.

—Bien, demonios… es la única forma en que nos las pueden dar —dijo Crayne.

Merry Lou, al arrancar el motor, empezó a llorar.

—Será un alivio —dijo Crayne a su tiempo, al regresar sobre los baches a la autopista— cuando esto acabe.

En las muñecas, los receptores de emergencia seguían emitiendo los zumbidos.

—Te mordisquearán hasta la muerte —dijo Addison Doug—. El desgaste continuo de distintas voces burocráticas.

Los otros ocupantes del coche se giraron para mirarle inquisitivos, con incomodidad mezclándose con la perplejidad.

—Sí —dijo Crayne—. Estas alertas automáticas son un verdadero incordió. —Sonaba cansado. «Tan cansado como yo», pensó Addison Doug. Y, al comprenderlo, se sintió mejor. Demostraba que tenía razón.

Grandes gotas de agua golpearon el parabrisas; había empezado a llover. Eso también le agradaba. Le recordaba la más exaltada de todas las experiencias en su corta vida: la comitiva fúnebre recorriendo lentamente la avenida Pensilvania, los ataúdes cubiertos por banderas. Cerrando los ojos, se recostó y se sintió bien al fin. Y, en su cabeza, soñó con la medalla especial del Congreso. Por agotamiento, pensó. Una medalla por estar cansado.

Se vio, en la cabeza, a sí mismo en otros desfiles, y en las muertes de muchos. Pero en realidad era una sola muerte y un solo desfile. Lentos coches desplazándose por la calle de Dallas y también con el doctor King… Se vio a sí mismo regresando una y otra vez, en su círculo cerrado de vida, hasta el día de duelo nacional que ni él ni ellos podían olvidar. Estaría allí; siempre estarían allí; siempre sería, y todos ellos regresarían juntos una y otra vez por siempre. Al lugar, el momento, en que querían estar. El acontecimiento que más sentido tenía para todos ellos.

Éste era su regalo para ellos, el pueblo, su país. Había depositado sobre el mundo una carga maravillosa. El terrible y fatigoso milagro de la vida eterna.


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